12 de Enero 2006

A LA SEÑORITA JULIA ROMEU, CON MIS RESPETOS...

Café con una ramita de vainilla y el aroma te arrastra hasta mis ojos...

Recuerdo aquella tarde del 53 como si fuera hoy mismo. El calor era asfixiante, pegajoso, seco, y evocaba colores pajizos y anaranjados a juego con la tonalidad de aquel sol de agosto que azotaba el porche de "Los Cármenes". Como de costumbre, Doña Carmela y Don Anselmo esperaban la visita de los sábados sentados en el jardincito, bajo la sombrilla, luciendo sus mejores galas. Mientras, mi madre disponía la vajilla buena en la cocina a la espera de que la señorita Clara, hija de los señores, apareciese de un momento a otro con su esposo y su hija Julia montados en su fastuoso Mercedes Benz. Yo por entonces era un mangurrián de 12 años que se pasaba el día ensimismado observando los caprichos de la madre naturaleza y para el que la máxima funcionalidad de los libros, era usarlos como altillo para alcanzar el nido de algún pobre gorrión. Aprovechaba los fines de semana para perderme por el campo con mi cuaderno y dibujar todo lo que llamaba mi atención: hormigas recolectando víveres para el invierno, abejas zumbando de un lado a otro, perros apareándose, pájaros que daban de comer a sus crías... Pero ese día no me alejé mucho de la casa. Cuando me vestían bien, mi madre no consentía que me perdiese campo a través arriesgándome a volver con la camisa y los pantalones de los domingos hechos arapos, así que no me quedó otra que sentarme, previo papel de periódico, bajo uno de los olivos y dibujar lo que me quedase más cercano. Y aquel día lo más cercano fue ella, fue Julia.

Esa tarde la naturaleza se detuvo ante mis ojos y el poco aire que corría paró de repente, en seco. Como decía el abuelo, "la tarde se abarruntaba caldúa". Hasta ese día, nunca me había fijado especialmente en aquella niña . Los sábados solía escaquearme de la consagrada visita ayudando a Martín en el establo con los caballos. Terminábamos a mitad de tarde apestando a equino, y claro, mi señora madre se negaba en rotundo a que su hijo apareciese de ese desaguisado ante la hija de los señores. Eso se traducía en la entrada por la puerta trasera de la casa y en un envío directo a la ducha, frota que te frota, que me llevaba lo suficiente (ya me encargaba yo) como para librarme del compromiso. Pero aquel sábado los señores festejaban su treinta aniversario de casados y hasta los perros de caza de Don Anselmo habían sido aseados para celebrar tal menester. Fue ver llegar a la señorita Clara y familia, saludar, y retirarme a mi olivo, cuaderno en ristre, para pasar la tarde dibujando. A los pocos minutos vi que por mi derecha se aproximaba algo que emanaba un olor dulce, casi comestible a mi nariz. De repente y sin esperarlo la vi sentada a mi lado, Julia, con su melena pelirroja y sus curiosos ojos castaños mirándome ; la inclinación de su cabeza me dejó intuir la pregunta que le estaba rondando:
¿qué demonios hacía yo ahí, solo, privándome de disfrutar de los deliciosos dulces de almendra y coco que la sirvienta, osea, mi madre, había preparado para la ocasión?. Justo antes de responder a su curiosidad mímica con palabras, abrió los pliegues de su vestido y me ofreción una pasta de té. Acto seguido me preguntó:

- ¿Qué haces?
- Dibujo
- ¿Y qué dibujas?
- No se. Cosas. ¿Quieres que te dibuje? (Aún no se bien porqué dije esto, en mi vida había dibujado a nadie)
- Vale- me respondió regalándome una sonrisa- pero... yo no soy una cosa ¿no?
- No. (Enmudecí)
- Pues no me saques con ramas en los brazos o antenas en la cabeza - apuntó entre risas-.

Tras esto, y con gesto conforme, se sentó frente a mí dedicándome en exclusiva y por completo la blancura de sus dientes. Su cabello desprendía un perfume almibarado a juego con la dulcura de sus ojos de alemendra, y aquellos quasilabios anaranjados parecían tener una textura suave, aterciopelada. Su piel rosada se asemejaba a la pulpa de una fruta fresca y sus mejillas se me antojaban deliciosas, evocando los contornos redondeados de los melocotónes maduros. Al contrario que otros niños, la fruta me volvía loco, de ahí la extraña comparativa y la ensoñación en la que me ví envuelto al observarla, pizpireta y cómplice, frente a mi.

Sin saber muy bien cómo, mis manos fueron dando forma a los contornos de su rostro a través del lápiz. Pareciese que un talento plástico hasta entonces desconocido me hubiese brotado del alma, de repente, y se manifestase en hacía afuera en forma de trazos casi mágicos, porque, de forma inexplicable, el retrato estaba quedando francamente bien. De repente, a tan solo unas pinceladas de terminar mi "gran obra maestra", Julia se levantó, me miró fijamente y volvió a sonreirme de forma deliciosa. Entonces dió la vuelta para volver a la casa, llevándose con ella mis sentidos y su aroma de algodón de azúcar. No pude mediar palabra, me quedé absorto mirando cómo se alejaba dando pequeños saltos mientras los bajos de su vestido bailaban alrededor de sus muslos. Como un imbecil permanecí ahí, sentado bajo el olivo toda la tarde tratando de reaccionar ante el kilo de estupidez que se me había colado en el cuerpo en cuestión de minutos y que no me dejaba ver con claridad las cosas. Pero al oir el rugir del motor Mercedes Benz, tardé medio segundo en salir corriendo para memorizar de nuevo esa visión celestial de pelo rojizo y soñarla hasta que volviese a verla. "No más cuadra los sábados" me dije. Pero pasaron uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco sábados, y Julia no volvió a "Los Cármenes". Extrañado, pregunté disimuladameneta mi madre porqué llevaban los señores tantos fines de semana sin recibir visita de la señorita Clara. Sus palabras entraron por mi oído, atravesaron martillo, yunque y estribo y se me clavaron como dardos en el corazón: "La señorita Clara vino a despedirse de Don Anselmo y Doña Carmela porque ese mismo lunes partían para Argentina, Javier; el marido dela señorita Clara consigió un buen trabajo en Buenos Aires y se trasladaron". Me quedé mudo y no di lugar a más explicaciones, me retiré a mi cuarto. No pude creer que mis ojos se estuvieran empañando de humedades por una muchacha que me había regalado 20 minutos de su tiempo y un par de sonrisas y a la cual, para colmo de colmos, no volvería a ver. Años más tarde me daría cuenta de que aquello fue, como dicta la vida, mi primer amor, amor pueril del que duele, porque me dejó hecho pedacitos de nada. Todavía hoy conservo su retrato, Julia Romeu, y le brindo estas letras con todo el amor de aquel zagal de 12 años, donde quiera que esté...

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Clara Nogales, Ricardo Romeu, Julia Romeu y Alberto Romeu. Buenos Aires, 1954.
Escrito por Soraya a las 11:20 PM | Comentarios (1)